24 marzo 2008

Desde la nostalgia


Parece mentira mirando el calendario, pero ha vuelto a concluir. Miramos atrás y esas tardes eternas, templadas, luminosas y milagrosamente primaverales en el invierno se nos antojan imposiblemente lejanas. Un año más pasaron y llegaron las vísperas más inmediatas; los pasos en los barrios, los primeros nazarenos, las flores de la noche antesala del Domingo soñado, los nervios repartidos por el estómago...
Pasó el Domingo de Ramos con su gozo inigualable y reestreno de "rampla". Pasó el Polígono por la Alfalfa con hechuras de tener mucho que decir a la Semana Santa del siglo XXI. Pasó el paso de la Presentación al Pueblo por mis recuerdos infantiles en su regreso a casa, junto a los caños y el puente que no está, calentando la fría noche a marcha por chicotá...
Pasó un Miércoles Santo para olvidar, donde no hubo sol para unos altos candelabros y un crucificado dormido. Pasó un Jueves en el que un año más no pudimos pasear a la Victoria más hermosa que jamás se pueda imaginar. Pasó una Madrugada donde a Dios lo vistieron más de Dios que nunca. Pasó un Viernes espléndido y antiguo, donde Cristo volvió a expirar al aire de Sevilla. Pasó un Sábado donde la Piedad Servita nos siguió enseñando a disfrutar bajo su manto, haciéndonos vivir la primera experiencia corriendo con un paso...
Pasaron mil detalles, mil instantes, mil aspectos que fueron noticia, mil reencuentros con el rito y la regla montesinos...
Hoy, desde la nostalgia, sabemos que todo volverá; pero como el niño que fuimos seguimos envueltos en la triste melancolía, esa de la que sólo despertaremos cuando la primavera nos regalé su luz por vez primera en ese patio, hermoso como ningún otro, que es nuestra Maestranza una tarde de toros.

11 marzo 2008

"No la toquéis más, que así es la rosa"


Suele ser a esa hora en que, una inexplicable sensación, una luz exclusiva y personalísima, un indeterminado aire de melancolía y una brisa serena y tibiamente fresca, nos invaden el alma y los recuerdos, copados por tantas emociones vividas en tan escaso espacio temporal.
Suele ser a esa hora en que por vez primera, sentimos verdadera conciencia de que lo que tanto anhelábamos se nos empieza a ir muy lentamente, tan lentamente como habrá amanecido este Viernes entre negros capirotes por el viejo Compás de la Laguna, por la estrechez de la antigua calle Capuchinas, cortada de manera sorpresiva por la larga zancada del Señor que todo lo puede, o por un Arenal de blancas capas, humo de calentitos y serrín de tabernas.
Suele ser a esa hora en que la calle que sabe a la ciudad de siempre, la eterna calle Feria, recibe los primeros nazarenos de antifaces morados que anteceden el paso de la Sentencia de Cristo. Suena toda la trompetería de la Centuria por la estrechez cercana a Montesión, mientras San Juan de la Palma se inunda de verdes capirotes de Esperanza...
Es ese mágico instante y ningún otro, aquel que constituye el punto de inflexión. Tras seis jornadas continuadas de pasos en la calle, se está fraguando en las hogueras de la milagrosa primavera sevillana el nacimiento de la más auténtica tarde de Semana Santa que tiene la ciudad, la tarde del Viernes Santo, tocada por un halo de fina sensibilidad que la hace diferente al resto, tan diferente como para que el tiempo no haya incrementado sus cofradías, sino todo lo contrario. Hoy son siete las que integran su nómina y todas ellas se conjugan en perfecta armonía para dotar al día de ese encanto especial que tan sólo los buenos cofrades saben paladear.
En mi opinión dos son los elementos principales que hacen del Viernes Santo una jornada única. El primero es su luz; obviando las adversas circunstancias meteorológicas que siempre le caracterizaron, ¿no se han fijado nunca en lo distinta que es la luz del Viernes Santo? Desde niños nos llama la atención y ya hoy, adultos y con bastantes Semanas Santas encima, nos sigue sorprendiendo. ¿Cómo es posible que sea tan diferente, no sólo a la que conformaron los mil rayos de sol ilusionados del aún cercano Domingo de Ramos, sino a la que sólo horas antes bañó al palio de la Virgen de la Victoria cuando, por la calle Temprado, buscaba su camino catedralicio? La luz, como decíamos, arrancó lentamente, buscando sorprender al Gran Poder, de vuelta a San Lorenzo; la mañana de barrio la fue perfilando y en los primeros compases de la tarde se adornará de nubes cenicientas allá por los confines de Triana. Será entonces la hora en que el Cachorro la busque entre las azoteas de la calle Castilla y en que la cofradía de la Carretería la atrape con las garras de bronce de su paso de misterio por capricho de un azul Arenal que hoy es de terciopelo. Luz de la tarde joven y fresca, jugando a fotografiar a la Soledad de San Buenaventura por entre la arboleda de la Plaza Nueva, recién salida de su convento franciscano. Luz ocre, casi de primavera que se escapa, escondiéndose tras la espadaña de la Magdalena, pero aún pretendiendo robar protagonismo al palio de la Virgen de la O, cuando se adentra por la calle Rioja, camino de la Campana.
La luz, o mejor dicho, las luces del Viernes Santo, como aspecto fundamental de nuestra forma de apreciar la tarde en que murió el Señor, pero sin duda, no el único que nos hace sentirla en plenitud. Y es que hay un segundo elemento, indisoluble a este público medido y exquisito de las postrimerías de la Semana Santa, que no es otro que su común estado físico y anímico. Cuerpos cansados de la larga noche o el temprano despertar para buscar a las cofradías de la Madrugada en el retorno a sus barrios, vuelta a la más tierna infancia en que la tarde del Viernes Santo comenzábamos a barruntar la tristeza que en la noche del Sábado incluso desbordábamos en lágrimas sueltas a escondidas... Todo un cúmulo de circunstancias que hacen que, en la noche cerrada, nos guste disfrutar a pie parado de los cortejos de San Isidoro o la Mortaja, cuando regresan a sus templos, reflejando sus nazarenos en los escaparates apagados de los comercios de Francos, mientras los ojos de los mismos, encantadoramente misteriosos, parecen no querer perder detalle de lo que los rodea. Silencio antiguo y hermosísimo el de esta calle Francos en la noche del Viernes, tan sólo roto por el sonido de la levantá rotunda del palio de Loreto, por la campana del muñidor que se aleja, buscando recuperar la fragancia de los naranjos de Doña María Coronel, o por el crujido de siglos del canasto del paso del Señor Descendido.
Como verán, motivos y vivencias nos sobran a todos los cofrades para entender el Viernes Santo como ese día distinto a los demás. Recién incorporadas dos nuevas hermandades al conjunto de las que realizan su Estación de Penitencia a la Santa Iglesia Catedral y presumiendo que serán varias más las que deseen sumarse, pienso que, pese a parecer un día propicio por su más tardío arranque, la posible adaptación horaria de los Oficios y su menor número de cofradías respecto a otras jornadas, en el caso del Viernes Santo podemos y debemos parafrasear a Juan Ramón con aquello de “no la toquéis más, que así es la rosa”. De lo contrario puede que estemos alterando el último vestigio que nos queda de la Semana Santa más romántica, esa que en esta noche cabe en instantes tan atemporales y hermosos como la vuelta Doña Guiomar-Zaragoza del paso de palio de Montserrat a los sones incomparables de Soleá dame la mano.