
Llegan las vacaciones para los más pequeños y éstas, como septiembre, como las navideñas, son fechas en las que de manera inconsciente suelo recordar el niño que fui. Alguna vez lo he referido de pasada, pero si hubo un espacio vital destacado en el que situar a ese niño, éste no es otro que el Colegio San Francisco de Paula, un lugar en el que transcurrieron la mayor parte de los días de ocho años de mi vida; un lugar en el que fui creciendo y en el que, como no, hice amistades difícilmente superables.
En San Francisco siempre hubo dos tipos de alumnos; los que con mayor o menor éxito completan en él los once años de su formación académica y los que antes de que esto ocurra lo abandonan para proseguir sus estudios en otro centro. Ni que decir tiene que pertenezco al segundo grupo. Las fatiguitas veraniegas pasadas en "Costa Paula" los dos últimos cursos de la E.G.B para superar, principalmente, las asignaturas de ciencia y el dibujo, aconsejaron mi huida de aquel lugar, marco de tantos buenos recuerdos pese a todo.
Dice mi amigo Paco que los que hemos sido alumnos del Colegio llevamos un sello en la frente, ese sello que, pese a no haber cruzado palabra alguna en muchos casos, nos hace reconocernos en la barra de un bar, en una bulla de Semana Santa o dando un paseo por la playa, aunque el paso del tiempo vaya haciendo de nosotros algo muy distinto física y mentalmente. Estoy de acuerdo con él y es indudable que debe ser por tanto compartido durante años. Quienes fuimos alumnos de San Francisco nos seguimos santiguando ante el retablo de la Virgen que hay en el zaguán, cuando pasamos por esa calle Sor Ángela de los recuerdos, y nunca olvidaremos que fue don Juan Plata (mientras le vendía a nuestros padres la lotería de "Montensión") quien nos enseñó que así debía de ser por siempre. Quienes fuimos alumnos de San Francisco hemos tenido la habilidad de jugar veinte partidos de fútbol a la vez en un mismo patio, impregnados por el olor antiguo del pan recién hecho en el horno de la calle Alcázares. Quienes fuimos alumnos de San Francisco hemos hecho la Primera Comunión ante el misterio de la Cena, o ante la Amargura, en aquel año en que los Terceros permaneció cerrado por obras. En sus patios reímos, lloramos, nos enamoramos por vez primera, recibimos incipientes lecciones de amistad...
En la memoria de cada uno de los que estuvimos en San Francisco quedarán grabados ciertos nombres, en mi caso: don José Manuel Escamilla, don Juan Oropesa, don Juan Parrilla, el ya citado don Juan Plata... En él nos dieron clase destacados personajes locales, entre otros el entrenador Paco Chaparro, que años después obró el milagro de salvar del descenso a un Betis cogidito con alfileres; o el desaparecido canónigo sevillano don Manuel Benigno García Vázquez, el cura que casó a Felipe González y que medió en ciertos conflictos cofradieros.
Mirar atrás y contar los años que hace que salimos del Colegio nos asusta. Parece que fueron ayer aquellas fiestas de disfraces por Navidad; aquellos pregones de Semana Santa, en los que cantaba Pepe Peregil y a los que acudíamos sobre todo por la copa de después; aquellas cruces de mayo, cuya protagonista, descubrió el niño en una escapada al servicio mientras se preparaba la misma, era una cruz de penitente de la Mortaja revestida de flores... Parece, en definitiva, que no ha pasado el tiempo y que cuando Rufino nos eche hasta de la calle, vamos a coger la pelota para seguir el partido en la puerta de atrás de San Pedro, o si es viernes en San Juan de la Palma...
(A cuatro niños que como yo corretearon esos patios y que hoy son mis mejores amigos. No hace falta nombrarlos. Y a mi amiga Lucía, que nunca olvide que, pese a su marcha del cole, siempre formará parte de él en la memoria de otros niños, aunque como nosotros cinco también crezcan algún día).