22 octubre 2007

Por fin llegó la hora


A muchos nos parece mentira, pero por fin llegó la hora. Es de ilusos no pensar que hace años, décadas, que Antonio Burgos merecía el honor de ser pregonero de la Semana Santa, el mayor de los galardones posibles para un sevillano, cofrade y aficionado a escribir. Hace años que Burgos merecía ese honor y Sevilla ese privilegio: el de escucharle.
Me cuesta leer en Internet como algunos dudan de este pregonero. Sin duda debe de ser gente sin la capacidad de diferenciar entre sus opiniones políticas y su visión de la ciudad eterna, verdaderamente triste cuando, muchos de los que así piensan, son los primeros en discutir que fulano o mengano no alcancen la tribuna por ser: divorciados, homosexuales, medio ateos o costaleros de varias cofradías de las que no son hermanos. Es así de lamentable, en Sevilla algún poeta de los grandes se nos fue sin darnos el pregón porque le gustaba el tinto más de la cuenta y nunca tuvo relación interna con las hermandades, algo difícil de creer pero cierto.
Gracias a Dios con Burgos no ha ocurrido eso, pese a que incluso en materia de cofradías ha sido capaz de llamar a las cosas por su nombre, con lo difícil que es eso y lo atrevido que hay que ser para ello. Muchos le achacan que a través de sus artículos ha podido parecer que despreciaba a ciertas cofradías de nueva creación, pero ¿verdaderamente es desprecio pensar que la Amargura (valga el ejemplo), por siglos de historia, por imágenes, por devoción, por tantas cosas, tiene más peso en la ciudad y su literatura que la última hermandad aprobada, sea cual sea?
Me cuesta creer que quienes critican esta elección anhelada por muchos hayan leído su discurso de ingreso en la Academia de Buenas Letras sobre el Patrimonio inmaterial de Sevilla. No pueden haber leído sus artículos "Farol de Cruz de Guía", "Romance de las palmas", "Armaos en San Lorenzo" y tantos otros. Deben vivir ajenos a ese pregón a cuentagotas que Burgos viene pronunciando a la ciudad desde hace más de cuarenta años; el pregón que todos escuchamos cuando la paseamos en las tibias tardes cuaresmales, o en la mañana temprana de un Domingo de Ramos; el pregón de las horas intermedias entre el Jueves y la Madrugá; o el de aquellas primeras del Viernes en que en el Arenal nace a la luz la cofradía que, como a él, a muchos nos cautiva. Es el pregón que desde niños venimos escuchando, pero que sólo el columnista de ABC y quizás esos otros que se fueron en silencio, serían capaces de pronunciar una y otra vez.
Me declaro seguidor de Burgos, muchos lo sabéis, pero que mi escasa objetividad no empañe que estamos ante una de las plumas más privilegiadas y premiadas de nuestro país. La pluma que por fin va a dibujar la Semana Santa de los sueños. Enhorabuena maestro, enhorabuena Sevilla.

08 octubre 2007

A solas con la luna


Nunca fue, tan sólo, aquella dolorosa de mirada baja que llegaba a la Campana de mi niñez cerrando la Semana Santa y con ello sumiéndome en la anual nostalgia, a veces ni siquiera contenida. La Soledad siempre significó mucho más que el sonido de las sillas que se cierran, de los besos de despedida hasta una próxima ocasión o si no hasta el Domingo de Ramos venidero. Tiene ese privilegio, sí, el de abrochar la semana de los sueños; pero también su rostro, su llanto silencioso, su tristeza calma..., tienen mucho que ver con Sevilla, con su barrio de siempre, con mi propia existencia.
Tiene la Soledad hechuras de becqueriana cofradía, no lo fue, pero sí que puede enorgullecerse de ser la más murubesca de esta ciudad de los versos eternos. La Soledad es uno de esos retazos de la Semana Santa que sabes que nunca cambiará, que permanecerá inalterada como el sonido de esas campanas de San Lorenzo, recuerdos de mujer emparedada y de hermosa Madrugada de Dios.
La Soledad vive en el templo que habitó el Señor por muchos siglos, en el que se casaron Enrique y Amalia, que bautizaron a mi padre y a sus otros dos hijos ante Ella. Vive muy cerca del colegio donde estudió mi madre de pequeña, del diminuto taller en un compás de fuente y de naranjos donde se restauraba eternamente mi Niño Jesús prometido, de la bodega donde paraba quien fue su nazareno, de la farmacia, de la lechería, de la frutería de la calle Santa Ana... La Soledad era la guardiana de todo ese universo, tan metido en mí que cada vez que piso San Lorenzo me sigo sintiendo el niño que está pasando el fin de semana en casa de la abuela.
Mucho debe tener que ver todo esto en que, cuando cada Sábado Santo veo regresar las largas filas de nazarenos de escapulario y manguitos por la estrechez de Capuchinas, todos ellos me parezcan salidos a media tarde de una casa de patio sevillano de la calle Santa Clara. Es el momento en que la cofradía discurre más señorial que nunca: cortejo de elegancia para la Soledad de paso presuroso camino de la plaza, llorosa al pie de la Cruz, tan sólo acompañada en su dolor por la luna de Rodríguez Buzón, la última luna de la Semana Santa.
(A mis primas pequeñas: Ángela de la Cruz y María, en el CDL aniversario de la hermandad que rinde culto a la Virgen por culpa de la cual vinieron al mundo).