Fue
uno de aquellos “siete magníficos”. A decir de quienes le conocieron, le
trataron, le quisieron, le admiraron… el más completo de todos ellos; el más
técnico y el de mayor personalidad; el más valiente e innovador entre sus
excelentes coetáneos. Pero la figura de Salvador Dorado no queda ahí, en el
prodigioso capataz de cofradías; fue todo un personaje, no solo para la Semana
Santa sino para la ciudad, una ciudad –cainita como pocas– que más de veinte años
después de su desaparición aún no ha tenido tiempo de pagarle deuda de gratitud
siquiera con una calle.
Nació
hace ciento dos años, el 5 de junio de 1912, en un enclave pleno de sabor y de
sevillanía: el Arenal, en concreto en la calle Galera. Recibe las aguas
bautismales en la parroquia del Sagrario, pero pronto, con solo dos meses de
existencia, se traslada a vivir allende el río, a un barrio, el de nuestra
hermandad, que le marcará de por vida. Conoció la Triana que la prosa de Chaves
Nogales refleja en Juan Belmonte, matador
de toros, la de los corrales de la calle Castilla, donde por encima de la
innegable humildad, y a ratos la miseria, reinaba la belleza de las flores, la
buena vecindad y la cotidianidad de lo humano, valores hoy perdidos como aquellos
patios y como la memoria de aquel tiempo. Tras un breve paso por la escuela, el
suficiente para algunos años después convertirse en lector de las novelas del
Oeste de Marcial Lafuente Estefanía y para rubricar con su firma –que no con
una cruz– sus contratos con las hermandades, pronto comienza a trabajar en los
tejares del viejo arrabal, aprovechando la enorme fortaleza física que desde
niño demostró. Practicó deporte: fue boxeador en las veladas de un cine de
verano de la calle Relator. También jugó al fútbol; quienes le vieron cuentan
que era un defensa derecho inexpugnable que tras su paso por varios equipos
locales –entre ellos el amateur de su Betis– pudo fichar, durante el servicio
militar en Madrid, por todo un grande como el Atlético.
Pero su sitio
estaba en Sevilla y más concretamente en Triana. Nunca perteneció a ninguna
hermandad más que, con el paso del tiempo, a la nuestra de Madre de Dios del
Rosario, en cuya junta de gobierno se integró durante varios mandatos. Sin
embargo, desde muy joven, apenas quince años tendría, se enroló como costalero
de Rafael Ariza, padre de José, abuelo de Rafael y Pepe y bisabuelo de Rafael,
Ramón y Pedro. En activo se mantendría hasta el fatídico accidente del palio de
La O en 1943, momento en el que iba trabajando en uno de los zancos,
permaneciendo debajo tras la catástrofe y propiciando de este modo la salida de
muchos compañeros. Entremedio el episodio de la Guerra Civil, condena a muerte
incluida tras la finalización de la misma, fruto de su periplo por varios
puntos de la geografía nacional como capitán del ejército republicano. Un campo
de concentración en Heliópolis, la conmuta de la pena por treinta años de
cárcel y el paso por un nuevo batallón de trabajadores, en este caso en La
Almoraima, fueron los trágicos precedentes de la libertad de Salvador, que
llega a finales de 1940, cerrando así una etapa de su intensa trayectoria vital
que merece ser estudiada en otro ámbito más propicio. Tras la boda civil en
territorio republicano, llega la boda religiosa con Pepa, su mujer, en el año
42 en San Bernardo. Ese mismo día se bautiza su hija Carmina (clave para la
realización de este artículo), que había nacido durante la contienda en
Alcaudete de La Jara; Rocío, la menor, ya vio la luz primera en Sevilla. Se
establecen en los terrenos del Cortijo Maestre Escuela y el cabeza de familia
pasa a ganarse la vida como carrero, repartiendo harina por las panaderías. Del
carro pasaría al sector del transporte y de este, durante casi treinta años, al
muelle.
Como ya
comentamos, tras el atropello del tranvía al palio de La O, Salvador deja atrás
su etapa como costalero, años de siete cofradías cada Semana Santa por las que
llegaría a cobrar diecinueve duros y dos pesetas, siendo La Macarena la mejor
pagadora (diecinueve pesetas más una “tajá” de bacalao y un bollo, en la vuelta
por la calle Feria a la altura de la Cruz Verde). Tras un breve periplo como
contraguía de Ariza, debuta como capataz en solitario en La Trinidad, en el año
46. Su primer segundo fue Paco Quesada, a quien seguiría su compadre Espejito,
además de nombres claves en su trayectoria como Manolo Santiago o Salvador
Perales, muchos años junto a El Penitente. Jesús Basterra, actual hermano mayor
de Madre de Dios, también acompañó al maestro durante seis años (desde 1974 a 1980). De él recalca
su sexto sentido para ver venir los problemas y solucionarlos antes de que
acontecieran, reforzando, si era preciso, una delantera dura como la del palio
de la Virgen de los Dolores de Las Penas con buenos peones de la trasera del
Señor, ya en el regreso de la cofradía a San Vicente.
Llegó a sacar
hasta once cofradías en una misma Semana Santa: La Sed el Viernes de Dolores;
el Sábado de Pasión, San Juan de Aznalfarache; el Domingo, El Amor; el Lunes,
Las Penas; el Martes, Los Estudiantes; el Miércoles, San Bernardo; el Jueves,
Los Negritos; la Madrugada, La Macarena; el Viernes, una en La Puebla del Río y
una en La Algaba más tarde; por último, el Sábado, El Santo Entierro de Dos
Hermanas; al margen, numerosas cofradías de gloria a lo largo del año, tanto en
Sevilla capital como en la provincia. Para ello, qué duda cabe, contó con
excepcionales costaleros, cuyos nombres permanecen en muchos casos en la
memoria de tantos buenos aficionados: El Pi, El Corneta, Vargas, Cerezo,
Manolete, Catrafa, Berraquero, Paquillo de Torreblanca… Cuentan de él que daba
categoría a la cofradía que cogía y que por ello muchos buenos cofrades a los
que contaba entre sus más queridos amigos hicieron lo posible para que tocara
los martillos de las suyas. Unos lo consiguieron y otros no, ya que durante
años guardó fidelidad a varias hermandades: San Bernardo, Los Negritos, Los
Gitanos… La no aceptación de esta última en la subida de una peseta para sus
hombres y la insistencia de don Eduardo Miura le llevaron a sacar La Macarena,
con una doble salida en 1974 (Madrugada y Domingo de Resurrección, para
regresar desde la Anunciación, donde la cofradía se había refugiado por lluvia)
que quedará para los anales de la Semana Santa.
Episodio
clave en su trayectoria fue la creación de la primera cuadrilla de hermanos
costaleros de la Semana Santa de Sevilla, la del Cristo de la Buena Muerte de
Los Estudiantes en 1973. Su sobrino-nieto Sergio Barba, que honra la memoria de
su tío con el estudio y la divulgación de su figura, además de con su buen
hacer en los martillos nazarenos, señala que “siempre fue un innovador”, un
hecho a buen seguro propiciado por su procedencia de abajo de los pasos y por
no pertenecer, como el resto de “los siete magníficos”, a estirpe alguna de
capataces. En esta misma línea se manifiesta Enrique Henares, padre del
firmante de este artículo y costalero de aquella mítica primera cuadrilla de la
Universidad, quien declara que para Salvador “aquello era un auténtico reto que
afrontó con el convencimiento no solo de su feliz consecución, sino también de
que de aquel semillero de niños costaleros sacaría un grupo de buenos peones
para su cuadrilla profesional”, un grupo que le acompañaría a varias cofradías,
como efectivamente así ocurrió con el propio Henares y otros tantos compañeros.
Clave para la realización y el éxito de la empresa fue la figura del hermano
mayor de la hermandad, Ricardo Mena, uno de esos señores de las cofradías que
hoy tanto echamos de menos a la hora de ver regidos los destinos de nuestra
Semana Santa. El propio Enrique y Carmina, la hija mayor de nuestro
protagonista, coinciden en señalar la profunda amistad e incluso la semejanza
en lo personal entre Ricardo y Salvador: el uno, prestigioso médico; el otro, como
hemos pretendido reflejar, hombre curtido en mil batallas y experiencias duras,
pero en el fondo iguales, incansables trabajadores, valientes y ambiciosos,
seguros de sí mismos. ¡Qué pena no tener grabadas sus conversaciones!
Era
un hombre simpático, pero que no se andaba con tapujos a la hora de llamar a
las cosas por su nombre. Ese carácter le valió algún enemigo, pero también
muchísimos buenos amigos. La gran mayoría de ellos desfilaron por la huerta
que, junto a su familia, habitó durante años en los terrenos que hoy ocupa el
colegio de las Carmelitas de Nervión y más tarde por su piso de la Ronda de Pío
XII, además de por la lista de El Portela, en la avenida de Cádiz. Entre ellos
se cuenta el decano de los capataces en activo de Sevilla, Manolo Villanueva,
que pese a sacar cofradías con Vicente y con su padre (segundo de este) y más
tarde con Domingo Rojas, tuvo el privilegio de acompañarle en algunas ocasiones
para las que fue requerido por el maestro. Cuenta Villanueva como era un capataz
tan completo que en muchos momentos ni siquiera precisaba de un segundo para
afrontar la responsabilidad ante los pasos; así ocurrió durante años en La
Carretería, cuando en una etapa donde los titulares siempre mandaban los
palios, él se iba al Cristo, sabedor de su dureza, mandando a Manolo Santiago a
la Virgen. Tampoco rehuyó el reto de la creación de la primera cuadrilla del
palio de Los Estudiantes, para Jesús Basterra su gran logro, ya que se trataba
de un paso con una parihuela muy pesada y una candelería fundida que
“calentaba” de lo lindo a los profesionales; Salvador lo superó con creces,
dejando establecida una base que aprovecharía el propio Basterra como
responsable de una etapa brillante, difícilmente superable para sus sucesores.
Noble
hasta el extremo, su hija cuenta cómo en las juergas llamaba la atención de los
señoritos para que aflojaran la cuerda a los cantaores y los artistas que él
mismo contrataba, ya que estos al día siguiente tenían que ir, como cualquiera,
a “tita Encarnación” (el mercado de la Encarnación). Si así era con todo el que
lo necesitaba, cuánto más con sus costaleros, a los que mimaba y apoyaba en
cuanto estaba al alcance de su mano. No olvida Carmina aquellas noches de
Sábado Santo en las que, tras haber pasado por el banco por la mañana,
organizaba de forma minuciosa los cobros de las distintas cofradías y las
propinas, en muchos casos propiciadas por aquellas levantás a la música tan
características de sus cuadrillas de palio; ni que decir tiene que no faltaban
los anticipos para quienes los requerían. Pagaba pronto, el Domingo de
Resurrección, siempre con billetes nuevos.
A
grandes rasgos, este fue Salvador Dorado Vázquez “El Penitente”, un personaje
que marcó una época en la Sevilla de su tiempo, con una trascendencia mucho más
allá de la del excelente capataz que fue. Admirado por los cofrades, los
aficionados e incluso muchos de sus brillantes compañeros en aquellos años sesenta
y setenta, hoy resulta casi un desconocido para las nuevas generaciones,
erróneamente adoctrinadas en tantos aspectos relativos a la Semana Santa y en
especial en lo que concierne a nuestro gremio, donde algunos pretenden
reinventar la historia. Como hiciéramos el año pasado con Rafael Franco y como
continuaremos haciendo con todos los grandes de aquella etapa mágica, sirva
este artículo de modesto homenaje a su persona y a su papel determinante en el
universo de las cofradías.
(Artículo publicado en el boletín de Madre de Dios del Rosario, Patrona de Capataces y Costaleros).
(Artículo publicado en el boletín de Madre de Dios del Rosario, Patrona de Capataces y Costaleros).