19 septiembre 2010

La Luz por Imperial


Apenas levantaba unos palmos del suelo, pero sabía de sobra que ese ajetreo vespertino en casa de mi vecino Ignacio Bosch significaba que, en aquella tarde septembrina de domingo, salía de San Esteban la procesión de la Virgen de la Luz. Que la Luz saliera también significaba, casi todos los años, una cosa mucho menos ilusionante, que al día siguiente, lunes, comenzaba de nuevo el colegio. Sin duda, sería entonces cuando le fui tomando cariño a esta encantadora procesión de gloria. En su caso, a ese vínculo afectivo particular que, fruto de la vecindad, sentía igualmente por la Salud y la Alegría se unía el de actuar de inmejorable bálsamo ante lo que se aproximaba tras el largo verano de descanso.
Pasaron algunos años, la Hermandad de la Luz había trasladado su procesión a la noche del sábado. Yo había crecido y ya no tenía que recorrer camino de San Francisco de Paula aquellas calles por las que, apenas unas horas antes, había disfrutado de su paso; pero el cariño continuaba intacto. El día de su salida, como en las dos citas por mayo con las antes referidas Salud y Alegría, estaba bien marcado en el calendario. Aquella noche era la perfecta oportunidad para no moverse del barrio y, junto a algún buen amigo de mi misma cuerda, disfrutar de la procesión y de todo lo que la rodeaba por la estrechez de aquellas calles tan familiares para nosotros.
Continuó pasando el tiempo y aunque prácticamente ningún año falté a mi cita con la Virgen, apenas la acompañaba unos instantes tras su paso por delante de mi casa. Ayer, aun con la Macarena en las calles, volví tras mucho tiempo a disfrutar de mi querida procesión de la Virgen de la Luz por esa misma calle Imperial donde tantas veces me llevaban a verla de niño. Al menos en lo relativo a aquello que me alcanza la memoria, todo estaba igual que entonces: el mismo excelente paso de Castillo Lastrucci junto a los mismos muros palaciegos; la misma luz tenue y los mismos sonidos clásicos en la banda; el mismo corte de cofrades sensibles a estos instantes, embelesados contemplando la hermosa vuelta de la calle Calería...
En las cercanías del Arco, la noche tuvo un inolvidable e inusual epílogo de Esperanza. Pese a todo, hoy me he despertado pensando que tenía que regresar al colegio.

08 septiembre 2010

Carta abierta a una ciudad de ensueño


Han pasado ya unos años, pero no he olvidado el color de esa tarde templada de finales de septiembre en que te conocí. Salimos de Sevilla bien temprano, atravesamos en coche la Ruta de la Plata –paradas cerca de Mérida para desayunar, en Plasencia, en Candelario, en un hermoso mirador que sirvió de merendero a la hora del almuerzo- y llegamos a un hotel de tus afueras, tan cercanas a tu ser. Recuerdo la luz exacta en la que se enmarcaba, mientras atravesaba un puente camino de tu casco antiguo, el espectáculo grandioso de tu Catedral, recortando su imponente silueta en la atardecida... En menos de 24 horas conocí algo de ti, lo justo. El hecho de conocer también tu noche limitó que pudiera disfrutarte mucho más; pero cómo es tu noche, qué distinta a otras noches de otros muchos lugares...
Te abandoné soñoliento, casi rebelado por tener que hacerlo, camino de Ávila, la otra ciudad cuya visita teníamos programada en aquella escapada relámpago de fin de semana preotoñal. Aquella extraña nostalgia de lo recién vivido y conocido me hacía sentir la certeza de que habría de regresar a buscarte no muy tarde.
Pasaron casi siete años y con la mejor de las compañías posibles volví a ti. Nos reencontramos un mediodía, también extraordinariamente templado, de mediados de agosto. Nada más llegar supe que aquella vez lograría introducirme en tu alma. Habíamos buscado un hotel en la plenitud de tu corazón, pero a su vez ajeno a tu bullicio. Habíamos buscado la forma de conocerte gastronómicamente, socialmente. Habíamos planeado caminar sin rumbo fijo entre tus muros dorados por el paso del tiempo, visitar tus palacios y conventos, descansar en tus plazas y tus jardines, asombrarnos con tus iglesias y tus catedrales, reverdecer la historia en tus universidades... Y así fue. Érase una tarde de verano, tan cercana aún, y allí seguías tú, tan encantadoramente provinciana bajo las sombras de las altas torres de la Clerecía y la Catedral Nueva. Allí seguías, a las orillas calmas de ese Tormes donde Lázaro se hizo inmortal. Allí seguías, tan recóndita y tan vulnerable, tan turística y tan íntimamente castellana, tan propicia para perderse en el trazado sinuoso de tus viejas calles. Te paseamos en una tarde que podría haber sido perfilada en un sueño, y en tu Plaza Mayor -¡cuánta belleza!-, con el sonido de tus tunas universitarias como banda sonora, vimos morir la luz de un día esperado y, por tan perfecto, inesperado al mismo tiempo.
Seguimos recorriéndote incansables durante una nueva jornada completa, y en la mañana en que teníamos que abandonarte, quisimos retener en nuestra memoria la visión hermosísima de tus tejados desde aquella ventana del hotel; la de los arcos y balcones en perfecta armonía de tu rincón más universal; la de tu Plaza de Anaya, donde como en nuestra Plaza del Triunfo cabe cuestionarse cómo pudo darse cita tanta belleza en tan corto espacio terrenal... Ahora que por fin conocíamos tus entrañas, quisimos retenerte, sí, pero fuiste tú quien de nuevo lo hiciste, llenando de nostalgia nuestro viaje en tren hacia un Madrid, no por querido, menos bullicioso e impersonal frente a ti. Por eso, definitivamente, he comprobado que no se puede escapar a tus encantos, que quien te pisa y te disfruta con gozo siempre sentirá lo que Cervantes dejó escrito en El licenciado Vidriera: “Salamanca que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado”.
No tengas dudas, si Dios me da salud volveremos a vernos. Mientras tanto, querida amiga, no me olvides. A ti y a tus atardeceres de ensueño ya sabes que es imposible hacerlo.