30 julio 2010

¿Libertad?


Escribo desde la indignación que aún me produce el mazazo que el miércoles recibimos todos los que de verdad amamos la FIESTA NACIONAL. Puedo comprender que el hecho de que un auténtico inepto nos presida implique que España se tenga que bajar los pantalones, una y mil veces, ante quien la sustenta económicamente en gran medida. Lo que no logro entender es que en este país, los mismos que legalizan el asesinato de un ser humano en el vientre de su madre coarten mi libertad de ir a ver toros a Barcelona, alegando para ello el sufrimiento de un animal. No lo logro entender, pero la respuesta debe ser bien sencilla, según me dictan los mejores analistas: la vida de ese animal les importa tan poco como todo aquello que tenga tintes españoles.
Después están los otros, los 180.000 firmantes (tantos no, por favor); aquellos que abren foros perroflaúticos en Internet donde se festejan las cornadas de José Tomás y Julito Aparicio; aquellos que comparan la vida y el más mínimo sufrimiento de un ser humano con el de un animal, argumento de mayor peso para haberme formado una idea de lo que son. Conocer sus limitaciones fue el motivo por el que dejé de debatir civilizadamente con los pocos que, a Dios gracias, me he ido cruzando en mi vida. Un tío o una tía capaz de manifestarse dando los espectaculitos públicos que muestra la televisión no puede tener luces para entender, por muchos razonamientos que se utilicen en su defensa, que nuestra Fiesta es cultura con mayúsculas y que el toro, por su muerte en la plaza tras la creación artística, es para muchos de nosotros el único animal venerado. Sin embargo, aquellos a los que se les supone una mínima formación, sí que logran sacarme de mis casillas: pseudoprogres millonarios, chupócteros de la sopa boba que hartos de comer carne y marisco protagonizan acalorados debates televisivos atacando los toros por su violencia; políticos cagones, incapaces de llamar a las cosas por su nombre y que con su silencio se mofan de lo que tanto disfrutamos muchos españoles, portugueses, franceses e hispanoamericanos, de aquello que contaron y plasmaron en sus obras grandes artistas e intelectuales desde tiempos inmemoriales...
No lo entiendo. Me enseñaron que en mi país, con sus virtudes y sus defectos, se vive en libertad. Me gustaba; durante años imaginé lo duro que debió ser estar privado de ella. Hoy no la tengo, me la roban a cuentagotas esos mismos que cuenta la historia que tanto la reivindicaban hace décadas.

10 julio 2010

No me gusta "La Roja"


España está a punto de ganar –¿alguien lo duda?- su primer campeonato del mundo y yo debo ser un bicho extraño, pero esta circunstancia, aún gustándome el fútbol, me provoca total indiferencia; si me apuran, pese a que no me une a la selección holandesa el más mínimo afecto, hasta deseo lo contrario.
Recuerdo que de niño, cuando Sevilla era sede de la selección, me sentía bastante identificado con ella. Disfrutaba ante la tele en los partidos de clasificación –inolvidable aquel gol de Hierro a Dinamarca en el Sánchez Pizjuán, en noviembre del 93- y sufría lo indecible cuando llegaban las grandes citas mundialistas y europeas y “el equipo de todos” siempre defraudaba. Recuerdo aquel partido de cuartos con Italia en EEUU: el gol de Caminero, el codazo de Tassoti a Luis Enrique y el gol de Roberto Baggio que mandó a España de vuelta a casa y nos dio a todos la tarde de playa (en mi caso estaba en La Antilla, pasando el fin de semana). Quién me iba a decir a mí que, muchos años después, si de algún éxito me iba a alegrar en este tipo de torneos iba a ser de los de la Nazionale transalpina...
Pasaban los años y la selección mantenía su tónica habitual ya fuera de Sevilla, con lo cual comenzó a alejarse poco a poco de mis devociones. Decepción tras decepción, llegaban cada dos años, de nuevo, los mismos titulares engañabobos de siempre que harían que le fuese cogiendo cierta tirria al equipo nacional. Aún así me gustaba verlo y, por suponer una excusa para disfrutar de un buen rato con los amigos, me alegraban sus escasos éxitos. Recuerdo, por ejemplo, el Mundial de Corea y Japón con sus extraños horarios. Los días que jugaba España, hasta su polémica caída ante uno de los anfitriones, eran días de fiesta grande en la casa hermandad de San Isidoro, donde alegrías y penas se olvidaban rápidamente en la azotea, con una barbacoa y manguerazos varios en la sobremesa para sofocar los primeros calores estivales. Creo que desde entonces no he vuelto a celebrar un gol de la selección. En la Eurocopa de Portugal y en el Mundial de Alemania empecé a darme cuenta, mientras veía los partidos del equipo nacional, que no sentía lo más mínimo hacia aquel combinado de futbolistas; si ganaban mejor que si perdían, de acuerdo, pero la indiferencia máxima por norma. Cierto es que coincidía esta sensación con una etapa –aún duradera en cierto modo- en la cual tenía ciertas dificultades para tragarme un partido de fútbol completo en el que no jugase el Betis (curioso, porque aguantar noventa minutos de nuestro actual equipo no es comparable al peor de los martirios futbolísticos...). En estas dos citas comienzo a aficionarme a la azzurra italiana, el antifútbol, todo lo que ustedes quieran, pero salvo en esta ocasión, casi por norma, el mejor camino para llegar a la consecución del éxito de forma reiterada, que es de lo que se trata.
Llega la Eurocopa de 2008. La selección de mi país ya no es España, ni “La Furia”, es “La Roja” y la plaza Colón de Madrid ya no es la plaza Colón de Madrid, es “la plaza roja de Madrid”; todo por obra y gracia de esos señores tan simpáticos y respetuosos con el prójimo que son los periodistas de Prisa. La España borrega de la cátedra del Marca nos mortificaba, día sí y día también, con el inaguantable “podemos”. Mientras, el equipo español bordaba el fútbol, como lo bordó el miércoles ante Alemania, como seguramente lo bordará el domingo en la final. ¿Cómo no va a bordar España el fútbol si en su once titular juegan siete tíos del mejor equipo del mundo, al que por cierto odian muchos merengones –de primera o segunda opción- en la mayor parte de los pueblos y ciudades de este país? Lo que en principio suponía un juego, un pique entre amigos para no aparcar nuestra forma dual de entender el fútbol, se convierte en manía persecutoria tras la victoria española sobre Italia en los penaltis de cuartos. En el titular escribo “no me gusta...”, pero aquí, entrelíneas, me atrevo a confesarlo: no soporto a “La Roja”. Lo siento. No me sale quererla. Si durante el año les tengo manía a tipos como Sergio Ramos o Fernando Torres (que es al fútbol un invento como el de Cayetano al toreo), no me sale animarlos porque lleven otra camiseta. No me sale celebrar un gol español de un Carles, antitaurino confeso, que luce el escudo de mi país en el pecho para llevárselo calentito; yo haría lo mismo, que conste, pero no me sale. Mira que a ratos hasta he intentado alegrarme, como me alegro de los triunfos de Nadal, Contador o los chicos del baloncesto, pero nada, imposible, no me sale.
Al menos, este suplicio, este bombardeo mediático, este histrionismo de tantos, sirve para ver en los balcones la bandera española; pero que nadie se confíe. En cuanto la prensa capitalina olvide los éxitos patrios y comience a bombardearnos con la nueva hornada de galácticos madridistas, esa misma bandera volverá a molestar en la caseta del PP en la Velá de Triana, volverá a ser de fachas lucirla en polos y camisas, volverá incluso a quemarse y pisotearse en muchos rincones de la piel de toro... En fin, cosas de este país veleta y esnobista.