24 marzo 2010

De azul y plata (publicado en la revista Sevilla Cofradiera)


No sé por qué cada noche víspera de Domingo de Ramos, cuando entro en San Julián y me recibe la trasera del paso personalísimo del crucificado de la Buena Muerte con la Magdalena a sus pies, siento ese cosquilleo nervioso en el estómago. No sé por qué ese instante, en el que el ajetreo desbordado de los preparativos florales llena de vida el templo, es para mí quizás el más feliz del año, aquel en que se toca con las manos lo soñado, pero a la vez aún no se vive como para poder sentir la nostalgia primera de perderlo.
No sé por qué aquellos capirotes azules despertaban en mí sentimientos tan especiales cuando, perdida en la embocadura de Sierpes la elegancia de Subterráneo, copaban la Campana de mi niñez cofrade. Quizá fuese el colorido de su cofradía, quizás esa composición perfecta a la par que sencilla del Señor en la Cruz contemplado por una mujer guapa y rota de dolor, quizá la belleza castiza de la Virgen de la Hiniesta... No lo sé, pero ya inmerso en la madurez cofrade siguió llamando mi atención el hecho de que siempre sentí como mía propia esta Hermandad de la que hasta hace poco apenas conocía algún hermano, que no se vincula al corte de las que siempre frecuenté, que no se ubica especialmente cercana a mi casa...
Nunca he sido hermano y quizá nunca lo seré porque no se rompa esa magia que siempre mantuvimos desde que la Semana Santa, a edad temprana, llamó a las puertas de mi corazón. La Hiniesta es para mí como ese amor callado e infantil del que disfrutas sólo con mirarlo, esa debilidad de todos conocida y por muchos compartida, esa imagen grabada de un día, de una fecha concreta, ese símbolo de lo anhelado durante todo un año...
Puede que el encanto de la Hiniesta radique en su sevillanía, proclamada tantos siglos atrás desde la altura de los montes catalanes. La Hiniesta de salida por el Pumarejo, por la calle Feria o enmarcada entre las columnas de la Alameda es Domingo de Ramos en estado puro. Sus dos pasos de regreso por Doña María Coronel, acariciados por el azahar de los naranjos y por la primera brisa de la noche primaveral, son estampa habitualmente recomendada de la Semana Santa de nuestros días y cita ineludible para buenos cofrades en las postrimerías de la jornada de los sueños cumplidos.
Sí, hay mucha Sevilla en esta cofradía, como la hay en su barrio de espadañas y huertos conventuales, de cal en las fachadas, de casas derruidas, de modernos bloques de pisos viveros de sus niños nazarenos, de tabernas y pequeños talleres artesanos. Será por eso, porque nací al amparo de ese manto de sevillanía, que al reencontrar cada Domingo de Ramos los primeros tramos de su extenso cortejo, vuelvo a sentirme el niño que descubre la emoción primera de la Semana Santa, desperezándose en el brillo refulgente de esa Estrella Sublime que vive por San Julián y viste de azul y plata.