13 marzo 2009

El Señor de la Ventana


Su personalísima figura sedente siempre me resultó cercana. Qué duda cabe que ese cariño se fundamenta en la peculiaridad, tan atractiva para los aprendices de cofrades sevillanos, de que el Señor se muestre a los viandantes a través de una ventana enrejada, a la misma vera de la ojiva dentada que cada Martes Santo desafía el paso de palio de la corporación de la que es titular.
Mis recuerdos infantiles saben mucho de esos mediodías de Martes Santo, cuando mi entorno se va viendo impregnado por ese ambiente único, propiciado por la salida de una de esas cofradías tempranas, que siendo del centro son de barrio y por ser de barrio tienen esa alegría que hace que las emociones se desborden en torno a ellas. De la Alfalfa a la Puerta Carmona, la mañana tardía se convierte en alegre vuelo de capas azules, rayos de sol para las naves de un templo con dos pasos dispuestos, voces de niños, vendedores de globos... Instantes después se abren las puertas y, en apenas unos minutos, el sonido de los tambores que abren paso, vuelve a llamar a mi memoria. Un año más, ya está la cofradía de San Esteban pasando por delante de mi puerta. Mi paisaje diario cambia el tráfico venido de la Ronda por infantiles nazarenitos azules que siguen a la cruz de guía de la mano de sus padres. Tras estos niños nazarenos vienen otros mayores y, al final de todos ellos, ese Señor sedente de la Ventana, hoy burlado sobre su paso de misterio.
El Señor de la Salud y Buen Viaje forma parte de mi Semana Santa atemporal. Reencontrarlo cada año en el mismo lugar y de la misma forma, casi en mi propia casa, hace que el Martes Santo vuelva a sentirme el niño que escucha los tambores, sonando por la plaza de Pilatos, y se pone nervioso por bajar.
El Señor de la Salud y Buen Viaje, historia viva de una ciudad en sepia, sabe de mis preocupaciones escolares, cuando en San Ildefonso se me hacía tarde ante su altar provisional, muchas mañanas frías camino del colegio. Sabe también de mis regresos a casa por su calle desierta en plena madrugada, unas veces feliz, otras preocupado o inquieto, pero siempre protegido por su luz encendida y unido a sus lágrimas de hombre valiente por mi mano persignándome ante su cercana presencia, al otro lado de la reja.
De aquí a veinticinco días será Él quien, un año más, pase ante mi puerta, haciéndome sentir de nuevo aquel niño que escucha unos tambores que anuncian el reencuentro con el azul San Esteban de un mediodía de fiesta y primavera, guardado en un rincón de la memoria, siempre dispuesto a ser desempolvado.
(A la Gata Mercedes, que si no actualizo me mata).