28 julio 2008

José se quedó corto...


Me tienen que volver a permitir la licencia. Un verano más, este blog de apuntes sevillanos se descubre de nuevo ante el que, estoy cada día más convencido, es uno de los rincones del paraíso, al menos del paraíso terrenal: El Puerto de Santa María.
Desde pequeño siempre sentí especial predilección por la provincia de Cádiz, ese "rincón del Sur" (como lo denominó Juan Posada en su obra "De Paquiro a Paula", sobre toros y toreros gaditanos) donde en un reducido espacio físico tienen cabida multitud de sensaciones distintas, diferentes formas de crear arte y de disfrutar de la naturaleza y el espacio urbano. Quedé prendado de Cádiz bañándome en sus aguas de plata, mientras la atardecida comienza a oscurecer las blancas torres de la Catedral. Pronto descubrí que las olas rompen más antiguas y bellas en la Cruz de la Mar de Chipiona, o que Rota es la playa familiar más hermosa de Andalucía. Pronto valoré Jerez como cuna de tantas cosas y me enamoré de su vino como de ningún otro y pronto también, conquisté las blancas calles sanluqueñas, tan llenas de sabor y si me apuran, de sevillanía, traída por las aguas del Río Grande. Pero, por encima de todo, cuando descubrí El Puerto, hallé ese entorno concreto que todos escondemos, como el más preciado de los tesoros, en el fondo de nuestro corazón. El lugar en el que nos gusta perdernos de vez en cuando, para cargar las pilas, descansar o simplemente disfrutar de lo que consideramos unas minivacaciones perfectas, ya sea verano, primavera o invierno.
Ya de niño llamaba mi atención la vida de sus calles, tanto en las bulliciosas mañanas del verano, como en las noches de velador y pescao frito. Su playa de Santa Catalina, a la altura de Vistahermosa, me sorprendía por su extensión, su mar abierta y ondulada y su visión lejana de Cádiz, encendiendo sus luces cuando la noche comenzaba a cubrir con su negro manto la Bahía.
Pasaron los años y mi afición taurina me hizo acudir en numerosas ocasiones a disfrutar de excelentes tardes de toros en su Plaza Real, la cual pese a su personalidad indudable viene a ser, por distintas razones, como una Maestranza estival. Poco a poco, esas jornadas de toros en El Puerto me hicieron descubrir delicias del calibre del Patio de las Siete Esquinas, personalísimo establecimiento arropado por las bodegas de la zona en que se enclava y por la suya propia; la calle Misericordia, con sus múltiples bares de tapas siempre repletos; las barras exquisitas de Los Portales o de Casa Flores; las madrugadas en La Pontona, con la brisa del Guadalete refrescando; la copa de Miura con hielo en el Santa María, mientras bajan de sus habitaciones los toreros, camino de la plaza; las noches calmas y elegantes en el patio central del Monasterio de San Miguel, un bellísimo hotel cargado de historia...
Hoy lo tengo muy claro, parafraseando a dama "si me pierdo que me busquen..." en El Puerto; en cualquiera de sus múltiples tabernas bebiendo fino de la tierra; en una de esas calles que alternan las casas de cierros bajos con las de balcones palaciegos; en la cubierta con aires marineros de su popular vaporcito...
Como escribió en este mismo blog mi querido calleferia: "José se quedo corto...", quien no ha visto toros en El Puerto no sabe lo que es un día de toros, pero es que "quien no ha visto El Puerto no ha visto ná de ná".
(A mi amigo Migue, compañero de pasión portuense. Para que en los momentos de agobio recuerde siempre que, en un rinconcito de la Bahía, tenemos nuestra válvula de escape).

11 julio 2008

Memoria de la Alfalfa


La gran mayoría de vosotros conocéis que vivo en la Alfalfa. Es algo que, como casi todos los que habitamos este trozo de ciudad, gusto de reivindicar con frecuencia; no por el privilegio de vivir en el centro o en una zona en la que muchos sevillanos desearían hacerlo, ya que considero que cada barrio, cada rincón de nuestra Sevilla, por alejado del casco antiguo que se encuentre, tiene su propio encanto (y en estos tiempos incluso más sabor que ciertas partes enclavadas en el mismo corazón de la ciudad); sino por el simple hecho de que vivir en este entorno es hacerlo en el primer retazo de Sevilla que existió y quizás en el pueblo más cercano a la misma, tan cercano que como os decía estuvo presente en ella desde al arranque de su propia historia.
La Alfalfa y la Costanilla Alta fueron la zona más elevada de Híspalis, aquella en la que, sobre las aguas, comenzó a construirse el germen de lo que hoy es Sevilla. Por ello y como escribe el dermatólogo Ismael Yebra en su reciente libro "Sevilla vista desde la Alfalfa" (el cual os recomiendo no dejéis de leer) ha sido un lugar testigo privilegiado de la historia de la ciudad, puede que por ese misterioso atractivo que la gran mayoría de hijos de esta tierra sentimos por esa plaza y su habitat cercano, sin más encanto que el de su constante vida, su alegría...
Para este "pregonero", residente en la Alfalfa desde el día de la Inmaculada de 1982, con dos años recién cumplidos, su barrio constituye mil recuerdos y una forma de vida. La Alfalfa es la memoria de sus bares, como el Danubio (Casa Ramón para nosotros), con sus porras futbolísticas que en varias ocasiones me llevé siendo un niño y sus proyecciones de diapositivas cofrades, los sábados por la noche en la trastienda del establecimiento. Precisamente en el mismo local hoy existe otro bar con el nombre de Trastienda. La Alfalfa son las desaparecidas tostadas del Donaire, con esa cristalera mirador del barrio y esos veladores en los que tantas noches de verano viví. La Alfalfa son lejanos recuerdos, como el del cierre de aquella enorme tienda de electrodomésticos, que significaría la apertura del Horno San Buenaventura; o el de cuando íbamos a misa los Domingo a la sede provisional de San Isidoro, una iglesia fantasma para mí que se hallaba tras un muro de obras y que durante muchos años soñaba conocer, revitalizada, con sus cofradías y sus pasos dispuestos, cofradías las tres (San Isidoro, Salud y Penas provisionalmente) que tan buenos momentos me hicieron disfrutar, dentro y fuera de los muros parroquiales, años más tarde. La Alfalfa, como no, son tambores tempranos, los mediosdías del Martes y del Miércoles Santo (desde este año también el Lunes con el Cautivo del Polígono); es bulla del Pilatos; negros nazarenos de ruán camino de la parroquia, como escapándose del sueño de la Semana Santa, en la atardecida del Viernes Santo; es procesión de gloria, por mayo o por septiembre; campanita de la Majestad de San Nicolás, anunciando la llegada de Dios bajo mi balcón, una mañana de Domingo de junio... Podría pasarme horas enumerando instantes, sensaciones..., pero no es cuestión de aburriros.
Hoy la Alfalfa es una plaza extraña, llena de bancos modelo Ikea y farolas ducha. Debo reconocer que, a pesar de su horrorosa visión, en mi opinión la plaza ha ganado en vida y alegría, más si cabe, con el hecho de su peatonalización.
Sea como sea, la Alfalfa, mi barrio, cuna de toreros y cantaoras, siempre será distinta, especial y sevillanísima.