19 diciembre 2007

El montaje del Nacimiento


Solía coincidir con el regreso de la Esperanza a las alturas; últimos días de clase, nerviosismo ante ese viernes en que daban las vacaciones: los primeros años con una fiesta de disfraces y una cabalgata por los patios del cole, después con una película en el Rialto y su previo partido de fútbol mañanero en Jerónimo de Córdoba, más tarde con el multitudinario almuerzo en San Marco, hoy de cervecitas de mediodía y buenos amigos, como casi todos.
Llegaba una tarde, o una mañana si era fin de semana, en que bajaba del altillo una caja de Lubre, pronto desaparecería Lubre, pero la caja siempre fue la misma. De ella comenzaban a salir figuritas de plástico. Había también una de barro, una especie de morita con un botijo sobre su cabeza que junto a las demás resultaba exageradamente grande, pero que no por ello dejaba de tener su sitio en el Belén. Tras la mesa abierta del cuarto se colocaba un póster con un hermoso y navideño paisaje, se comenzaban a distribuir los corchos y tras los del fondo, se disponían unos matojos recién comprados en el kiosko de las flores de la Alfalfa, o en la calle Alhóndiga, esquina con Descalzos.
Era el momento entonces de, una vez echado el serrín, comenzar a colocar todo aquello que contenía la caja: primero el portal, cada año en un sitio diferente, y en su interior la Virgen, el Niño, San José, a quien parecía crecerle la vara año tras año, hasta que hubo que cortarle su tramo superior, y por supuesto la mula y el buey. Tras esto se colocaban algunas casas y el castillo de Herodes, siempre escondido en las alturas, a veces incluso sobre la cómoda muy cercana a la mesa. La gruta, el río, el puente con los Reyes pasando y con los camellos cayendo una y otra vez por la inestabilidad del mismo..., carros, animales, pastores, lavanderas... Toda una obra de arte la cual, en determinados años, incluso iluminábamos con unas lucecitas de horribles cables que, aunque mi madre se encarga de negarlo, se veían mucho.
El Nacimiento durante días se convertía en el exclusivo juguete de dos niños que, tras la tradicional visita a los de el Monte, la Caja San Fernando, San Juan de Dios y otros muchos, intentaban retocarlo afanosamente con la intención de que se pareciera a ellos mínimamente. Todo un clásico era buscar un recipiente, por impropio que fuera el mismo, para que el río tuviese agua de verdad...
La mudanza a la mesa redonda del salón, la pérdida de muchas figuras y, principalmente, la edad de los dos niños hicieron que se le dejara de echar la misma cuenta. Pese a todo se mantuvo su montaje durante algún tiempo, recordando esos otros de la niñez, aquellos sueños infantiles de contar con uno mayor, los villancicos ante él en Nochebuena... Desapareció la mesa del salón y desde hace unos años ha sido sustituido por un bonito Misterio completado con los tres Reyes Magos y que, originalmente, colocamos en el interior de una cesta plana de mimbre.
Por numerosas razones no es lo mismo que antes, pero lo verdaderamente importante es que el Niño que en unos días le nacerá a la Virgen de la Salud en lo más alto de la Costanilla, sigue estando presente en mi hogar e impregnándolo del nombre de su Madre.
Muchas felicidades a todos y que disfrutéis junto a los vuestros de una entrañable Navidad.

03 diciembre 2007

Encuentro infantil con la Sevilla oculta


Desde muy niño, uno de mis mayores pasatiempos consistía en bichear la biblioteca de mi casa. En ella llamaban mi atención sobre todos los demás los libros de temática sevillana que, junto a los taurinos, eran sin duda mayoría. Me atraían principalmente aquellos grandes volúmenes que habitaban acomodados en uno de los mayores y más altos espacios del mueble del salón. Entre estos destacaba uno dedicado a las clausuras conventuales de nuestra ciudad: Sevilla Oculta, prologado por Morales Padrón, con textos de los profesores Morales y Valdivieso y fotografías del genial Luis Arenas y sus hijos.
Quede claro que era demasiado pequeño para entender una sola letra de lo que allí se decía, pero sin embargo las muchas imágenes que lo ilustraban sí que conseguían despertar mi interés. Me costaba creer que, justo detrás de aquellos muros tan cercanos a mi vida cotidiana, se alzaban imponentes esos patios exquisitamente cuidados, aquellos frescos huertos, o esas bellas estancias tan sólo paseadas por un muy limitado número de mujeres anónimas que, por habitar aquel remanso de paz casi paradisiaco, pagaban el alto precio de conocer bien poco de nuestro mundo externo. Recuerdo cómo me impactaban aquellas fotos e incluso me apenaba asumir que jamás, por muchos años que viviese, conocería aquella Sevilla oculta tras las tapias conventuales.
Poco a poco fui asumiendo que aquel hecho formaba parte de la más pura lógica; cada persona se mantiene ubicada en su espacio y sus circunstancias. Fue entonces cuando un mediodía, al subir a la azotea de mi colegio, descubrí por sorpresa el claustro mayor de Santa Inés. Me parecía imposible que la explosión de luz tantas veces vista en las fotografías estuviese ahí, directamente tras el muro blanco con el que me topaba por dos veces, tras salir de clase a la una y a las cinco. Por un instante, ajeno a los juegos de mis compañeros, contemplaba a tan sólo unos metros esa otra vida donde el trinar de los pajaritos, el sonido de las cercanas campanas de San Pedro y el griterío infantil de cada tarde debían de percibirse de una forma bien distinta, por no calificarla directamente de mucho más hermosa...
Desde entonces Santa Inés me pareció un convento diferente al resto de los del libro. Supe poco después que era aquel en cuyo coro bajo de su iglesia (una joya con obras de Mesa y Ocampo) descansa la figura imponente de su fundadora, el amor imposible del rey cruel. Aquel en el que sigue sonando cada Nochebuena un órgano, tocado magistralmente por un tal Maese Pérez, escapado de la pluma de Bécquer para vivir por siempre en la calle San Felipe, hacerse nazareno de los Caballos y devoto del tinto del Rinconcillo...
Fue ese encuentro sorpresivo, y a estas alturas de mi vida muy lejano, con el claustro mayor de Santa Inés, el culpable de que en días como ayer, cuando me adentro en su compás, el del encantador torno de los bollitos, sienta la satisfacción de que, por mucho que quieran transformar Sevilla, hay rincones que siempre permanecerán inalterables.