19 noviembre 2007

Hay unos culpables


Sabemos de sobra que son inofensivos, que no deben tener el más mínimo atisbo de inteligencia para aprovechar este momento en que a cuatro iluminados se les ocurrió recordar donde está enterrado Queipo, ese señor que parece que murió antesdeayer, porque de repente a una legión de rojos les ha entrado una preocupación inmensa porque no descanse en una iglesia. ¿Qué les importa a ellos la Iglesia? Al menos me refiero a quienes realizan públicamente esas defensas desmedidas de la muy oportuna (como casi todo lo que hace) Memoria Histórica del señor Rodríguez.
Sabemos de sobra que no tienen ideología ninguna, son payasos absurdos que buscaron el instante de gloria que desgraciadamente les hemos dado, el de ver reflejadas en los periódicos la fotografía del azulejo ya limpio y la noticia de la quema del póster. Quienes así actúan no pueden tener ni un ápice de formación y por tanto es imposible que maduren sus actuaciones. ¿Qué culpa tendrá la Macarena? Ella que nunca supo de guerras y que a todos acoge entre quienes le adoran, que son legión. ¿Qué les importa a ellos el fajín que luzca, si en su gran mayoría se acaban de enterar de su existencia? ¿Pese a su manifiesta torpeza, tan complicado les resultará asimilar que todo lo que tiene es suyo y de nadie más?
Pero en toda esta historia hay unos culpables con nombre y apellidos. No son otros que quienes permiten que en la calle Pedro del Toro, en pleno corazón del barrio más históricamente señorial de una ciudad, vivan unos ocupas asquerosos, en contra de la ley, que lanzan huevos contra una cofradía de gloria.
La tiene quien con poco más de 25.000 votos, vamos con poco más del apoyo de la mitad de las personas que van al fútbol en Sevilla los domingos, se cree en el derecho, no de gobernar que desgraciadamente lo tiene, sino de faltar el respeto a una ciudad mayoritariamente cristiana y que por mucho que intente impedirlo seguirá celebrando la venida al mundo del Señor con el nombre que siempre la conoció.
La tienen, a la postre y a escala nacional, quienes han reabierto heridas más que olvidadas. Heridas de ambos bandos, cerradas hace años por el bálsamo de una Constitución democrática. Pero claro, para entender eso hay que tener luces y estos culpables es evidente que tienen casi tan pocas como vergüenza, que ya es decir...

05 noviembre 2007

Sor Ángela


Desde muy pequeño me enseñaron que en mi casa es ella quien "cura los resfriaos". Apenas tenía uso de razón cuando ya advertía como formaba parte de mi paisaje cotidiano: la foto en mi mesilla de noche, en la del cuarto de mis padres, en el salón, en el mueble de entrada... A veces me llamaba la atención como dos de sus hermanas tocaban a la puerta un sábado por la mañana y mi madre les daba una limosna a cambio de un pequeño papelito amarillo y, llegado el comienzo del año, de un calendario con su foto.
Muy pronto me llevaron a verla, quizá por eso, por haberla conocido tan niño, jamás me impresionó su sueño eterno. Durante muchos años la tuve muy cerquita, muy cerca de su casa aprendí mis primeras letras e hice mis primeras y mejores amistades. Era el tiempo en que su entorno constituía mi universo: el colegio, el olor a pan del horno de la calle Alcázares a la hora del recreo, las tardes de lunes a jueves jugando a la pelota en la puerta de atrás de San Pedro o las de los viernes, en las que el partido se hacía ya algo más serio, concurrido y largo y se trasladaba a San Juan de la Palma. A muchos de aquellos amigos se la descubrí por vez primera y fue tal la aceptación de mi propuesta que, durante algún tiempo, llenábamos el oratorio de hombrecitos tras sonar el timbre de salida de la una.
Fui creciendo y abandoné ese trozo de cielo donde vivía instalado. Después supe mucho más de ella. Pude leer que fue un ayuntamiento republicano quien a su muerte le dedicó esa calle; la calle que durante algún tiempo habitó aquella niña de dorados cabellos y reflejos del Guadalquivir más secreto de Sevilla en su mirada; la calle desde donde la abuela, que tanto le rezaba, voló a su encuentro hace poco más de un año; la calle donde, pasada la puerta de su convento, me gusta reencontrarme puntual con esa Semana Santa eterna, en la que el público es tan escaso y respetuoso que se escucha incluso el caminar pausado de los nazarenos del Silencio Blanco.
Pasaron los años y terminé por darme cuenta de que las devociones transmitidas desde temprano por quienes más nos quieren quedan en uno marcadas para siempre. Por eso, cuando algo me preocupa de verdad, siento la necesidad de acudir a su casa y tocar la campana. Ha transcurrido mucho tiempo, ya no soy el pequeño que acaba de salir de San Francisco, pero ella sigue ahí.
Está canonizada, sí, hoy es su día, pero para mí y para casi todos siempre será Sor Ángela, esa estrella de la madrugada que ilumina a la Amargura cuando, como una sevillana más, viene buscando su consuelo cada Domingo de Ramos.