24 julio 2007

Un rincón del paraíso

Para mi corta edad, aunque uno va teniendo ciertas dudas cuando afirma esto, tengo la suerte de conocer bastante España e incluso hasta un poquito de Europa.
Muchos no logran comprenderlo, pero pese a que no me gusta el verano, no es el hecho de pasarlo en Sevilla uno de los motivos de que así sea. Me agobian el calor y la escasa actividad de estos días, pero no cambio las comodidades de mi casa: mi aire acondicionado, mi ordenador, los libros de mi biblioteca..., por un mediodía de playa achicharrándome al sol; y aunque me encanta bañarme en el mar y ver atardecer en la playa, no dejo de afirmar que a esas mismas horas en el Tremendo, tomando un cervezón fresquito cuando comienza a irse la flama, tampoco es que se esté pasando un mal rato.
Pese a todo existe un lugar, al que por vez primera acudiría con unos 12 años, en el que sin duda cargo las pilas como en ningún otro sitio. Se enclava en ese rinconcito del sur que es una de las dos grandes partes en las que Villalón dividió el mundo: muy cerca de la Cádiz que me enamoró desde niño; de Jerez y Sanlúcar, dos lugares que aún quedándome tanto por descubrir de ellos amo profundamente; de la mar conocida de Rota y Chipiona...
Es una ciudad con encanto de pueblo o un pueblo con encanto de ciudad. Lugar medido, serenamente hermoso, tranquilo a la vez que bullicioso. Sus calles saben casi tanto a Sevilla como a Cádiz y sus esquinas se salpican de tabernas, de secretos patios, de escudos palaciegos y de cierros bajos...
Su plaza de los toros es de segunda, pero tan histórica y bella que quien no ha visto una corrida en sus gradas, afirma tío José desde su azulejo, no sabe lo que es un día de toros. Su iglesia prioral parece recién sacada de una ciudad castellana y trasladada misteriosamente junto a la Bahía gaditana.
Quizás en un futuro mi economía me permita disfrutarlo algo más que un par de días sueltos durante el verano. Aún así, mientras tanto, no tengo dudas: El Puerto es un rincón del paraíso y me encanta perderme en él.

06 julio 2007

Crónica machadiana

Se cumplen en este 2007 cien años de la llegada del poeta sevillano Antonio Machado a Soria, la tierra castellana que le enamoró y que propiciaría su encumbramiento como uno de los principales autores europeos del siglo XX.
Pese a aquella idea de un Machado triste, melancólico y solitario, que me fueron trazando distintos profesores de literatura durante mi etapa colegial, siempre sentí especial predilección por este poeta nacido en el Palacio de las Dueñas.
En cierto modo creo que se ligó a mi vida de manera indisoluble a través de ese personaje suyo de don Guido (aquel al que cantó Serrat), magistralmente reconstruido en las novelas del maestro Burgos Las Cabañuelas de agosto y Las lágrimas de San Pedro, las cuales me hicieron disfrutar (especialmente la primera) de inolvidables tardes veraniegas entregado a la lectura. Aquel don Guido, idealizado por Burgos como señorito andaluz, criado en su palacio de la calle San Vicente, desde el que asiste a la decadencia de su clase social, fue una figura que me cautivó en los albores de mi adolescencia y que despertó mi inquietud literaria hacia el escritor que lo creó y también hacia el que lo adaptó a la trama novelesca.
En mis años del instituto -tras un tercero de BUP en el que dediqué gran parte de mi tiempo y mis afanes a la lectura de La Regenta, otro de mis libros capitales- conocí a través de la Literatura de COU mucho más de aquel Antonio Machado, padre de mi recordado don Guido. Junto a otros autores como Juan Ramón, Pío Baroja o Miguel Mihura, Machado fue uno de los culpables de que me matriculase en Derecho con muchas dudas acerca de si verdaderamente las leyes eran mi segunda opción tras la imposibilidad (a causa de la nota) de estudiar Periodismo. Pronto me di cuenta de que no.
En la facultad poco más he aprendido de Machado y de casi nada relativo a la literatura española. El actual plan de estudios de Filología Hispánica es demasiado penoso como para dar el sitio que se merecen a nuestras principales figuras.
Don Antonio siempre se sintió lejano a esa Andalucía que, en sus años de abatimiento tras la muerte de Leonor, reencontrará en Baeza. Allí el pasado año visité su aula en la universidad, donde parece que el tiempo se detuvo.
Pese a esta escasa identificación con nuestra tierra, siempre nos quedarán ese arranque de su Retrato: "mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla.." (curiosamente el poema que me tocó en suerte en selectividad); los dos últimos versos encontrados en su bolsillo: "estos días azules, este sol de la infancia", que parecen regresar desde Francia a una mañana primaveral de la collación de San Pedro; y como no, aquellos referidos a mi querido don Guido, "aquel trueno, vestido de nazareno"... de la Quinta Angustia.