25 diciembre 2006

La Nochebuena eterna de Maese Pérez

Cuentan por las mañanas en el mercado de la Encarnación y a la hora de la cervecita en el Tremendo, que la sombra fantasmagórica de Maese Pérez sigue paseando en la atardecida bajo los naranjos de Doña María Coronel. Dicen que sigue viviendo en una casita humilde de la calle San Felipe, que le gusta el tinto del Rinconcillo, donde para a diario y que sale todos los Jueves Santo de nazareno en los Caballos.
Dicen que cuando llega el frío su presencia se hace más frecuente en el barrio, junto al ajetreo navideño del torno de los bollitos, de esa clausura cuyo enorme claustro nos sorprendía cuando de niños lo descubríamos desde la azotea del Colegio.
Dicen que aún merodea nervioso, en los instantes previos a la Misa del Gallo, por ese atrio de Santa Inés en el que un muchacho melancólico del barrio de San Lorenzo escuchó contar esta historia, tal noche como ésta, a dos demandaderas del convento.
Dicen que el órgano de esta secreta y hermosísima iglesia sevillana, donde duerme su sueño eterno el amor imposible de don Pedro el Cruel, sigue sonando por la Natividad del Señor como si fuesen los mismos ángeles del cielo quienes lo tocasen.
Resulta difícil de creer que, siglos después, aquel milagro que nos contó la literatura romántica siga ocurriendo, pero está claro que algo de cierto debe haber en lo que dicen por la collación de San Pedro, porque cuando entramos en Santa Inés nos sigue recorriendo el cuerpo un bello escalofrío becqueriano...
PD: A todos los queridos amigos que honran mi blog con su visita, muchas felicidades y mis mejores deseos en estos días de Navidad.

18 diciembre 2006

Los días en que parece una persona

Muchos somos quienes, durante el año, gustamos de acudir a verla con frecuencia. Contemplarla vestida de hebrea en la Cuaresma, en su paso de palio cuando aún no está la cera por delante, de blanco cuando llega el verano o de negro luctuoso en Noviembre, supone recorrer el calendario de la ciudad de la mejor mano posible.
Como buenos hijos de esta tierra nos emociona verla cada Madrugada, cada nueva mañana de Viernes Santo, cuando la calle Feria es un hervidero y caminamos por la acera junto a Ella, ajenos al bullicio de la delantera de su palio que avanza majestuoso, con sus marchas de siempre, en busca de ese barrio que la espera gozoso.
Es la misma que, en ese impresionante póster de la Caja San Fernando, me da los buenos días cada mañana al despertar, la misma que en la estampa de mi cartera, la misma de la foto del cajón en la Guerra que guardo como un tesoro y la misma que vistieron de luto cuando a tío José lo mató un toro de la Viuda de Ortega en Talavera...
Sé que es la misma, pero no puedo evitar que cada año, llegadas estas fechas, me parezca distinta cuando la veo tan cerca.
No importará el montaje, ni la cola, ésta sólo constituirá el tiempo para pensar aquello que queremos contarle y que después no acertaremos a decirle cara a cara. Vuelve a estar ahí, tan cercana y tan lejos, tan nuestra y tan de todos, tan llorosa y tan sonriente, tan cargada de siglos y tan joven, tan hermosa...
Ante su presencia no se podrá rezar, ni hablar, ni casi respirar. Volverá a sorprendernos lo que nos impresiona, la miramos y parece que su cara es humana, parece tener piel y sus ojos parecen ser reales.
Hemos besado su mano muchas veces, pero cada vez que llegan estos días volvemos a pensar lo mismo: vista así, tan de cerca, no parece una imagen, parece una persona.

12 diciembre 2006

Memoria de los patios del Rectorado

Desde que era niño y correteaba por el vestíbulo del Rectorado los Domingos por la mañana, durante las estancias de mi padre (secretario por aquellos entonces) en la casa de hermandad de los Estudiantes, siempre llamaron mi atención los patios contiguos del edificio principal de la Hispalense.
Entonces suponían un mundo aún muy lejano para mí, el de la Universidad, aquello que uno terminaba por alcanzar cuando se acababan el colegio, con sus diarios partidos de fútbol y sus deberes, y unos años en los que la cosa se pone algo más complicada, tanto que en cuanto te escantillas varias voces te lanzan el dardito de que así no se llega a selectividad, un examen muy largo, con más nombre que otra historia, por el que también hay que pasar para cruzar las rejas de estos patios.
Una vez dentro, comprobé que aquello que con tanto misterio miraba en mi niñez no tenía nada de especial arquitectónicamente. Un reloj el primero, amen de la recién incorporada estatua del fundador Maese Rodrigo de Santaella y una graciosa fuente en su centro el segundo.
Lo más curioso de estos patios es lo que sentimentalmente llegan a suponer en la vida de un estudiante. Dos espacios abiertos que, como muchos otros de tantísimos centros docentes, tanto saben de alegrías y de desdichas, de lágrimas de impotencia y de felicidad desbordada.
Patios del Rectorado que hasta vestido de negro ruán he atravesado en alguna ocasión; patios de frío invernal; de lluvia con el agua cayendo a chorros por las bocas de desague; de sol de primavera, cuando la biblioteca (no digo ya las clases) es obligatoriamente sustituible por la tertulia cofradiera esquivando palomas asesinas, junto a aquellos amigos que en ellos mismos nos fuimos conociendo y con los que terminé teniendo mayor confianza y afinidad que con los de la propia facultad.
Ahora que la edad y los años de estancia empiezan a apretar y hacer que uno apriete, voy teniendo ganas de abandonar esas largas campanadas, el sonido del agua en la fuente cantarina del patio de Arte, el ajetreo de los pasillos de Filología..., voy teniendo ganas de cambiar de aires, pero sin duda sé que, como muchos me dicen, añoraré bien pronto todo aquello.

04 diciembre 2006

Con el sol de Diciembre...

Una de esas coplas de Carlos Cano que tengo grabadas en mi mente, tras mucho escucharlas durante mi infancia en aquel viejo disco que anda por casa, es la que, con letra del maestro Antonio Burgos, rezaba: «Con el sol de Diciembre,/alta en la torre, una bandera./Se levanta en el cielo/la voz de un seise/como una estrella/de pluma y terciopelo,/blanca y celeste,/y al aire queda».
Quizás no exista definición más bella que estos versos, ni símbolo más encantador y secreto que esta bandera que, sobre el campanario de nuestra torre madre, ondea (si los señores canónigos catedralicios no lo olvidan, como algún que otro año) llegadas estas fechas sevillanísimas de la Inmaculada.
El día de la Purísima es el recuerdo de una víspera de tunos en la plaza del Triunfo y el Postigo, de bufanda anudada al cuello y moscatel de Chipiona comprado en Alvarito Peregil en Mateos Gago. Es el repique incesante de campanas en la media noche, como banda sonora en la memoria de una de aquellas noches en las que, siendo más niños, todo nuestro afán era disfrutar de unas horas de la madrugada no tan familiares para nosotros como pueden serlo hoy.
El 8 de Diciembre, en su mañana de dorados reflejos invernales, es uno de esos días en que la plaza de la Virgen de los Reyes, o lo que es lo mismo, el antiguo solar del Corral de los Olmos, viaja hacia el pasado al ser atravesada por sesudos calonges de enrevesadas capas que les protegen del frío de Matacanónigos, cuando cruzan hacia Palacio a recoger al ordinario del lugar, que será quien oficie la solemne función pontifical en honor de María sin mancha concebida.
Pero sobre todo en Sevilla, el de la Inmaculada es el día de los besamanos de la Virgen en múltiples hermandades. Una de esas tardes en que la ciudad nos muestra gran parte de sus encantos casi por sorpresa.
Numerosas son las citas, pero una de ellas es ineludible. En San Antonio Abad, entre banderolas celestes, cirio encendido y espada votiva, la Concepción de blancos azahares nos espera para recordarnos que, así en el sol de Diciembre como en la Luna de Parasceve, no existe pureza comparable a la suya.